Frente a esta realidad compleja que nos ha tocado vivir, donde la información cubre todos los análisis posibles. En definitiva, ante la incertidumbre de existir, respiremos hondo y profundo y recordemos a la sabiduría que nos dice que una crisis puede convertirse en una oportunidad de transformar un sistema que evidentemente no funciona.
Sea lo que sea que la vida esté planteándonos como reto, a nivel biológico, político, histórico, climático. Sólo hay una salida para cualquier laberinto en el que el destino nos introduce y donde enfrentamos a nuestro particular minotauro, nuestros miedos más profundos, nuestras sombras más ocultas. Es el hilo de la sabiduría, que nos dirige hacia un más allá de los circunstancial, de lo condicionado, hacia algo que trasciende y transfigura todos los fenómenos, por aflictivos que sean, pues del laberinto se sale por arriba.
Recordemos que los sabios hablan de que ante cualquier prueba, uno debe hacer lo que está en su mano, atar el camello, dicen los sufíes, en este caso, en el plano físico del cuerpo que somos, una correcta profilaxis y un fortalecimiento del sistema inmunitario, es una clave universal para este virus y para cualquier otro, pues es el terreno el que permite la propagación de los virus, incluidos los del miedo.
Podemos recluirmos en nuestra interioridad como una oportunidad para cultivar ese reino que tiene las claves esenciales para toda circunstancia, pues custodia al huésped del alma que se entiende con el Gran Espíritu, libre de virus, libre de la enfermedad, la vejez y de la muerte, el verdadero Rey del reino de los fenómenos.
Vivamos y muramos plantando árboles, plantando conciencia en nuestros corazones. Cultivemos a diario esas virtudes que ennoblecen el alma, la templanza, la generosidad, la paciencia, la vigilancia interior, la gratitud, la caridad, la compasión ante el que está asustado y donémoslas como contraparte al miedo que se expande como un virus colosal.
Y así, la muerte, que es la asignatura pendiente de muchos nos ayudará a mirar donde no queremos, pues lo que realmente está en juego en nuestros corazones, lo que realmente nos aturde, es la incertidumbre de la hora, y el morir sin haber vivido, y muchos en estos tiempos no viven, sobreviven.
La vida les pasa inadvertida, sujetos a un sistema de vida que enferma todo lo que toca y desperdiciar la vida aterra, aunque no lo sepamos, y ese miedo se hace más visible ahora que nuestro castillo de naipes de un control ilusorio sobre la vida y la muerte parece que se derrumba. Todo esto nos obliga a ahondar y poner los cimientos de una nueva casa, no en las arenas movedizas del mundo, sino en las del espíritu que da forma al mismo.
Quizá este virus sea una oportunidad para recuperar la sabiduría de un Buda que meditaba en la muerte y en su inevitabilidad y que señalaba como cada día está más cerca y la importancia de practicar la meditación, como un peregrinaje hacia el centro que unifica el mundo en su danza de opuestos, de vida o muerte, para dejar de sufrir por la inexorable gramática de la existencia. O recordar con los hermanos sufíes que la hora está decretada por el cielo, y asumir nuestra finitud y no enmascararla en un falso control que no poseemos y vivir agradecidos de un don que se nos escapa.