Se acerca la Navidad, el cielo ejecuta un movimiento de astros en los que la constelación de virgo preside el cielo.
De la pureza, de la virginidad de un corazón alineado con la verdad emerge y se engendra la palabra, el verbo, la inteligencia de lo divino en el establo humilde del despojado de sí.
Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios. Cada Solsticio de invierno el cielo actualiza ese misterio y empapa la tierra de un sentido sagrado, de un sacrifico incomprensible salvo para aquel que se recoge, hace silencio y escucha el susurro en el que habla el espíritu.
Occidente no solo no hace silencio sino que faltamente proyectado fuera de sí mismo ha convertido la Navidad en un fenómeno global de hiperconsumismo, despojándolo de su profunda significación espiritual.
La luz del sol crístico que ilumina la tierra no puede atravesar la dura coraza del mercantilismo que lo vende todo, incluso el misterio de la navidad en unos grande almacenes. El materialismo y hedonismo moderno asfixian con su trivialidad y banalidad el aire puro y genuino del espíritu navideño.
Y como muestra el nefasto botón del viernes negro, el black Friday que propicia estados de paroxismo que colapsan las ciudades del mundo para obedecer a un impulso ciego, alimentado con crueldad maquiavélica por la cada vez más sofisticada ciencia publicitaria, que con las más novedosas teorías científicas sobre el cerebro y el mundo emocional convierten en consumidores compulsivos a niños, adolescentes, adultos, inventando nuevos nichos de mercado en perros y demás animales de compañía.
Nadie se libra de su susurro tentador, “compra, compra y llena así tu vacío”. A mayor vacío interior, mayor fiebre consumista, en una espiral en la que no solo se degrada el ser humano a su condición más inferior, de falta de dominio de sí,
sino que en su degradación degrada la naturaleza que no soporta esa presión sobre sus ecosistemas, de los que se extraen los elementos para construir objetos cada vez más inútiles, programados para la obsoloscencia, que implican en su producción injusticia laboral y social en los países del mundo a los que devolvemos, a cambio de su mano de obra barata para cambiar de armario cada temporada, nuestras migajas caritativas y nuestros residuos, que intoxican irremediablemente el mundo.
En los suburbios de Cairo, de la India, no faltan las antenas parabólicas que inoculan el peligroso veneno de la publicidad que crea necesidades para poder producir objetos, para convertir la gratuidad en un tesoro inalcanzable, pues todo es sujeto de comercio: los cuidados a nuestros mayores, los lazos dependen de los beneficios que generan, las experiencia de ocio, la aventura de vivir.
Seguimos en la cueva de Platón atrapados por los reflejos engañosos y perversos de la publicidad que alimenta la sed de ganancias a cualquier precio de un neoliberalismo feroz y nos vende una realidad de objetos y teneres que desangra nuestro espíritu, que hace que la sociedad esté aumentando peligrosamente el consumo de ansiolíticos, pues el agujero no se llena.
No hay una relación entre el aumento indiscriminado de objetos y el aumento de la felicidad, una vez obtenidos los mínimos universales, la felicidad solo crece hacia arriba, hacia la dimensión vertical del hombre, en la que el hombre se dona como ese sol que todos somos y que la Navidad nos recuerda que puede crecer como un niño capaz de transformar el mundo con una única ley, la del amor. Recuerda al final de nuestros días nos examinaran en el amor. Que tus Reyes sean la ofrenda de tu corazón.